01 septiembre 2008

Cinco menos uno.

Faltaban tres días. Ni uno más ni uno menos para que apareciera en mi vida, para que empezara a darle vueltas como una de esas ruletas de la suerte y ya nunca volviera a ser la misma, ni la ruleta ni yo. Sólo tres días para aprender a sentir, a soportar ausencias de las que se enganchan en las suelas, para que recuerdes cada paso que das sin él. Faltaban tres días cuando subí a Girona para celebrar el cumpleaños de mi prima y regalarle aquella marioneta que tanto le gustó. Entonces no conocía a mi prima, ni a Girona ni siquiera que yo era capaz de regalar marionetas. Faltaban tres días, por eso aquel uno de septiembre subí al tren deseando que quedara algún sitio libre en los asientos con mesa desplegable, para colocarle delante, mientras le imaginaba sin conocerle todavía.

Y no lo recordaría sino fuera porque sé que a partir de entonces empezó a dejarse caer en alguno de esos textos que van asentándose con el run-run de un tren. Son mis preferidos. Empiezas pero los abandonas por alguna conversación que te es imposible dejar de oír y en las que con el tiempo piensas que acabaste participando. Y no lo recordaría porque olvido las fechas con mucha facilidad pero faltaban tres días para que pudiera empezar a descubrirlo, para que en cambio, pudiera sorprenderle con mi facilidad para memorizar caras y asociarlas a un nombre.

Un día que reconoces como tuyo porque recuerdas la ropa que llevabas, el momento en qué os mirasteis por primera vez, la hora en qué cruzasteis la primera palabra, cómo habías llegado hasta allí y qué pasó el resto del día. Sin duda un día así tiene que pertenecer alguien… a nosotros. Un día que esperas con los nervios propios que tienden la alfombra roja para las grandes fechas. Y es que creo que el mejor regalo es recordarle que recordamos juntos, como nuestra película favorita pero sin pagar entrada, sólo cerrando los ojos y fundiéndonos en negro. A pesar de todo, después de tanto y aunque falten tres días…