Se enteró del primer gol en el párking, esperando al ascensor. Nunca le había interesado el fútbol hasta que le conoció. Fue así como se dejó envolver por su voz explicándole lo que era un córner, a qué le llamaban penalti, hasta incluso llegó a entender los fuera de juego. Tan fuera como se sentía ella en esta noche de final. La grandeza del amor, que es capaz de crearnos interés en algo que nos resultaba remotamente lejano.
El grito al unísono de todo el edificio le hizo pensar en como lo estaría celebrando. Seguramente en su bar de siempre, aquél que le señaló desde la otra acera en una de sus primeras citas y en el que nunca llegó a pedir una de sus coca-colas. No le dio tiempo. Deseaba vibrar con el triunfo en una noche en la que no parecía existir ninguna rivalidad. Euforia, alegría, celebración… Y sin embargo, se sentía más apagada que nunca. Igual, si desde el principio le hubiera gustado el fútbol, ahora él estaría acordándose de ella tanto como ella se acordaba de él. “Maldita sea, no costaba tanto ser aficionada” se dijo mientras dejaba el bolso encima de su cama. Cambió la retransmisión del partido del año por una de sus canciones. “Cuanto más bella es la vida, más feroces sus zarpazos” sonaba en su cuarto, ajena a todo pase de pelota. Y es que quizá Luz tenía razón y era hora de empezar a curar heridas, para dejar de ser una “rota en esencia” y cicatrizar, antes de marcharse lejos durante un tiempo.“Marisa, ¡somos campeones!” pero ni siquiera la sonrisa que no había visto en su padre desde hacía días hizo sentirle triunfadora. "¿Campeones?, ¿de qué?" pero no supo encontrar la respuesta. Y durante unos minutos deseó con todas sus fuerzas convertirse en otra persona, sentir “la roja” y salir a pegar bocinazos por la ciudad, comiéndose con el entusiasmo de los ganadores, la nostalgia de las noches de domingo.