16 junio 2008

La habitación 112.

Solía coger su coche rumbo a ninguna parte cuando las cosas no iban bien. Como si así pudiera alejarse de ellos, pero siempre volvían a llamar a su puerta. Qué decidía ponerse su suéter favorito y aterrizar en el centro para comprar algún par de libros, allí aparecían sus lágrimas de la noche anterior. Las que se escondían en su almohada para salir cada noche desde hacía una semana. Lo mismo pasaba con sus tés de media noche. Todavía no había puesto la bolsita en su taza de desayuno, cuando entre terrón y terrón aparecía decepción para hacerle compañía.

Y así con todo. Se preguntaba dónde había quedado la sonrisa que tanto le gustaba y aquellos ojos que nunca antes había visto, despiertos y con ganas de chocar con nuevas miradas. Recordaba también unos labios pintados de carmín entre semana. Sin embargo, todos eran recuerdos muy lejanos, como los que se desdibujan con el paso del tiempo, aunque el calendario de encima de la televisión le recordara que tan sólo habían pasado unos pocos días desde entonces. Sí, aquel entonces, el entonces de la habitación ciento doce o uno-uno-dos, que le gustaba mucho más.

Todo debió quedar en su maleta nueva que tanto le costó elegir. De repente recordaba cómo días atrás había decidido llenarla sólo con las cosas que le gustaban de ella. De ahí, la sonrisa y los ojos y los labios… Ahora tenía todo mucho más sentido. O quizás no, porque no tenía un uno-uno-dos que le marcara el camino, ni vistas a una muralla milenaria cuando levantara la persiana. ¿Quién le mandaría creerse una nueva mujer en una habitación con vistas a la muralla?. Sólo a ella podría ocurrírsele una locura así.

De nada le sirvió montarse en su viejo coche, al que con el tiempo había cogido cariño. No le sirvió de nada aparecer en la orilla de la playa, mirando fijamente aquel barco que se alejaba poco a poco. Sin embargo, comenzó a sentirse afortunada por tener una orilla con vistas al mar a la que poder llegar en menos de cinco minutos. Eran las pequeñas cosas que le hacían feliz y a veces se le olvidaban. “¿Cómo harán los que no tienen orillas cuándo quieren escapar?” Y durante unas horas, el mediterráneo le dio el consuelo necesario para soportar la ausencia de la habitación ciento doce. O uno-uno-dos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Entonces cuando las películas de Trantino, los revueltos, tu habitación 112... y la mía 203 y después la 302, como dándole la vuelta a mi vida.

Ay, Mar, cuántas horas seguidas hablaríamos tú y yo.